Debido a una caida de ventas en
la Filipinas General Electric me envió a
Venezuela para administrar sus negocios industrials en el area del Caribe.
My familia y yo nos mudamos a Venezuela a principios de febrero de 1969 y
nos acomodamos en una linda casa sobre una colina con una vista panoramica
de Caracas. El 3 de abril mi tripulación de regatas de Manila junto con mi
gran amigo y maestro carpintero, Pacifico Cadion, llevaron a mi velero de 13
metros, Siboney, remolcado desde Manila a Nasugbu y lo amarraron al lado del
carquero M.S. Talisay. La grúa del barco primero levantó el mástil de
Siboney y lo colocó en la cubierta. Luego engancharon los cabos conectadas a
la cuna, sacando a Siboney del Mar del Sur de China y la colocaron en la
bodega # 2 del barco. El M.S. Talisay navegó hacia el Canal de Panamá el 5
de abril.
El Talisay, un barco moderno, era capaz de alcanzar una velocidad promedio
de 17 nudos. El tiempo estimado para llegar a Balboa en Panamá eran de tres
semanas adonde harian escala 5 horas para echar combustible. Yo tendría que
estar presente para recibirlo durante los primeros dias de mayo.
Cuando el 1 de mayo llegó y pasó sin noticias de una fecha de llegada, me
preocupė. Pasaron cinco días más sin noticia. ¿Dónde podrían estar? Luego me
avisaron que el barco transitaría por el Canal el 7 de mayo a las 5:30 de la
mañana. Volė a Panamá con mi hijo Jim y entramos en el destartalado hotel
George Washington de Colón. A las 6 de la mañana del 7 de mayo, el M.S.
Talisay salió de la neblina para deslizarse fácilmente en el Muelle # 9. Una
vez que cayó la pasarela, Jim y yo subimos a la cubierta, preguntamos por el
capitán a quien encontramos desayunando, visiblemente feliz que habíamos
llegado para reclamar la carga en la bodega # 2.
Mientras que Jim y yo nos unímos con al Capitán Espia en el desayuno, las
puertas de la bodega se abrieron, la grúa enganchó sus cuerdas en la cuna de
Siboney y la levantó por el costado. En ese momento les pedí que se
detuvieran hasta que me asegure que todas las valvulas estuviesen cerradas.
Salté a bordo de Siboney, abrí la escotilla y entrė a la cabina. Y casi me
muero. Jadeado, me arrastré hasta la cubierta. ¡El azúcar había consumido
todo el oxígeno dentro de la cabina!
Después del adios apropiado, Jim y yo abordamos Siboney mientras una pequeña
lancha del Canal de Panamá
remolcó a Siboney a nuestro puesto en el Club de Yates de Cristóbal, donde
procedimos a montar el mástil, asegurardonos que todos los aparejos estaban
bien colocados para asi prepararla para su próximo viaje hacia mar afuera.
Mi amigo Siro Cugini junto con mi hijo Bill, Jr., llegaron 4 días después
para ayudar a dar los últimos toques al aparejo. A última hora de la tarde
del 10 de mayo de 1969, Siboney despejó del rompeolas que marcaba la entrada
al Canal de Panamá y se dirigió a mar afuera rumbo a mi residencia en
Venezuela. El mar estaba agitado y el viento soplaba con fuerza mientras nos
alejamos de la costa. Siboney voló durante toda la primera noche y todo el
día siguiente. A unos 120 kilometros, justo cuando estábamos preparando para
virar, el soporte del separador superior del mastil se rompió. La parte
superior del mástil se inclinó tanto que parecía que se iba a caer.
Rápidamente di la vuelta y puse tensión en los soportes de babor cuando uno
de los muchachos arrancó el motor. Cuando puse el motor en marcha y luego lo
acelerė, el motor de repente se detuvo. Subimos media vela y seguimos el
rumbo hacia el este.
No había forma de arreglar el esparcido del mastil, pero gracias a esa
primera tachuela larga hacia el norte, parecía que podíamos llegar a
Cartagena para hacer los arreglos al mastil y el motor. Tratė de arrancar el
motor durante los siguientes dos días sin suerte. Simplemente no arrancaba y
las baterías estaban casi agotadas. El combustible llegaba a la bomba de
combustible pero sin inyección. Renuncié a mi trabajo como mecánico y
recurrí a la navegación a medida que nos acercamos a nuestro objetivo.
Cartagena, una bahía grande, se enfrenta hacia el oeste. La entrada tiene
dos alternativas con una pequeña isla que divide la entrada del puerto en
dos. El más grande, Boca Grande, como era difícil de proteger de los piratas
de antaño, se habia llenado hace 200 años de grandes rocas para sellarlo a
los marinos depredadores quienes venían a buscar oro. Todos los barcos
tenían que ingresar a través de Boca Chica y pasar por un fuerte con
numerosos cañones.
Nuestra carta marítima y las instrucciones de navegación indicaban
claramente que Boca Grande era impasable para la navegación por la falta de
profundidad, pero a medida que nos acercábamos a media tarde, sin motor y
con un mastil seriamente dañada y casi sin brisa, necesitabamoos encontrar
la distancia más corta para llegar a
la ciudad y su puerto deportivo. Mientras Siro llevaba el timón,
estudié la tabla. Entrar a través de Boca Chica implicaría más de 20
kilometros dentro del puerto con vientos ligeros y cambiantes. Caería la
noche y nunca encontrariamos nuestro rumbo con todas las luces brillantes de
la ciudad.
Le dije a Siro que apuntara la proa hacia Boca Grande y fuí a la proa para
verificar la profundidad. Estabamos en 6 brazas. A 3
brazas le pedí a Siro que reduzca velocidad. Todavía debatiendo si
continuar o no, vi un bote de pesca saliendo de la costa a través de Boca
Grande. Marqué el lugar con árboles en la costa y me dirigí hacia él. Veinte
minutos después estábamos a salvo dentro del Puerto y amarrados en el muelle
de yates
Tuvimos el accesorio del esparcidor roto soldado, pero después de 3 días
todavía tenía problemas con el motor. La bomba de combustible y los
inyectores habían sido revisados pero se negó a arrancar. Siro y yo
trabajamos día y noche hasta que descubrimos que dos pernos que conectaban
la bomba del inyector de combustible al eje de transmisión se soltaron
mientras que el tercero se deshizo.
Horas después de que el motor arrancó, estábamos en camino hacia la costa
colombiana. Pasamos el río Magdalena, Santa Marta y la larga y ventosa
península de la Guajira. Con el viento muerto en la nariz, cerramos con
tachuelas siempre buscando las aguas más tranquilas cerca de la costa
durante el día y luego alejandonos de la costa de noche. Días después nos
acercamos a Aruba, donde planeaba dejar el bote, llevar a los niños a la
escuela y reportarme al trabajo.
Aruba se encuentra en medio de un vórtice de viento del este cual sopla sin
tregua. Peleamos sin parar con los vientos durante días, con nuestra pequeña
radio AM portátil, bloqueada en Radio Aruba, el mejor instrumento de
navegación que tenía. En estos mares agitados no pude llevar a cabo el
sextante y una tonelada de libros solo para confirmar que estábamos siendo
sacudidos pero que no íbamos a ninguna parte del Caribe
Convencido de que Aruba yacía hacia el Este, una hora antes del amanecer,
subí al mástil para pararme en el botabara con la esperanza de poder ver el
faro de luz en Aruba, que se encuentra en la cima de la única colina alta de
la isla. Billy salió de la cabina, me vió colgado del mástil y me pregunta:
"Papá, ¿qué estás haciendo?", Y le dije que esperaba ver la luz en Aruba.
Con los dos foques pequeños y la mayor reducidos, hacíamos 5 nudos contra un
viento de 25 nudos. Manejamos el bote implacablemente todo ese día y toda la
noche.
A las 5 de la mañana siguiente volví a subir al mástil, buscando la luz
evasiva, cuando nuevamente Billy sale de la cabina y plantea la misma
pregunta a la que nuevamente digo: "Buscando la luz en Aruba". Con la
inocencia de juventud, Billy grita: "Pero, papá, eso fue lo que dijiste
ayer". Encontramos a Aruba más tarde ese día, pero no sin drama de último
minuto.
Nos movimos por la entrada principal del puerto de Orangestad, y luego
arrancamos el motor ya que el canal es bastante estrecho. Además, todos
estábamos ansiosos por quitarnos este duro viaje de Panama. Minutos después,
el motor comenzó a sobrecalentarse con vapor acuoso que salía del
intercambiador de calor. Quitė la tapa y llené el tanque con agua. El sello
de la bomba de agua dulce había fallado permitiendo que el agua se
escurriera tan rápido como lo vertí. Cuando agoté toda el agua fresca que
tenía, llamé a los niños para que llenaran el balde con agua salada y la
pasaran a motor, una locura.
Seis cubos más tarde paré el motor. El viento nos abatió y rápidamente nos
llevó a más de un kilómetroa de la costa. Despues de una tarde dificil
navegamos por el canal. Dejamos caer el ancla en el anclaje, totalmente
fritos. Habíamos estado sin hielo durante días y Kooge y yo necesitábamos
algo frío. Cuando nos acercamos a remo al muelle de la ciudad, jadeando por
un resfriado Heineken, vimos a un hombre de aspecto oficial que dijo:
"Caballeros, sus pasaportes y los documentos del barco". Casi nos morimos
allí mismo, en el sol del mediodía, y todo lo que pudimos decir fue ...
.pero. Pero ... nos permite un par de refrigerios antes de remar de nuevo al
barco. Y asi fue.
Volamos todos a Caracas. Tres semanas después, con un nuevo equipo formado
por mi primo, Bob McIntire, Al Sparzani, mi vecino y
Billy, zarpamos hacia La Guaira en
Venezuela. Nuevamente fuimos entregados a las fauces del infierno. Los
vientos nunca cayeron por debajo de 25 nudos de proa. El motor perdió su
junta de culata y con Siboney corriendo por mares de de 2 a 3 metros,
Reparamos la junta de culata, con todo el desmontaje que eso implica. La
distancia directa entre Aruba y Curazao es de 150 kilómetros. No teníamos
idea de dónde estábamos, excepto por lo que nos decía nuestra pequeña radio.
Cuatro días después, 90 horas para ser exacto, estaba al timón al amanecer
cuando veo tierra en el horizonte hacia el norte. Estaba convencido de que
teníamos que haber cubierto al menos 300 kilómetros a barlovento y que
debieramos estar pasado de Curazao. La tripulación permaneció dormida. Saqué
mi pequeña radio y jugueteé con los diales consiguiendo una estació justo al
norte. Santa vaca ¡La tierra es Curazao! Decidí no decir una palabra y
seguir navegando, ya que realmente quería llegar lo mas antes a Venezuela.
En ese momento, Al y Bob suben a cubierta, de espaldas a la isla. Media hora
más tarde aparece Billy, mira a su alrededor y exclama: "Oye, papá, mira,
tierra". Se acabó. Cambiamos de rumbo a Curazao, dejamos a Bob y Billy,
luego Al y yo navegamos a Bonaire donde nuevamente Siboney descansó hasta
que otro equipo lo llevó en su último tramo a Venezuela y a su nueva casa en
el Playa Grande Yachting Club.
CANIBALES CARIBEŇOS
Desde 1969 hasta 1977, Siboney llamó a su acogedor deslizamiento en el Playa
Grande Yachting Club, su hogar. A 45 minutos en carro de nuestra casa en
Caracas y a 18 kilómetros al oeste de La Guaira, el principal puerto
comercial cual sirve al centro de Venezuela, puso todo el Caribe a poca
distancia. Cada vez que mis hijos tenían vacaciones escolares, nos
escapábamos a Los Roques o Las Aves, los tres atolones con solo una noche de
navegación.
Siboney, mi velero Robert Clark, embarcó cada verano con un bote lleno de
amigos y familiares para gozar las islas costeñas de Venezuela.
Mis hijos nunca se perdían un viaje y, a menudo, mis amigos traían a
sus hijos.
Nuestro plan básico de navegación era sencillo: mantenernos alejado
de las zonas pobladas y atrapar todos los peces y langostas que pudiéramos
comer.
En general, nuestras expediciones siempre fueron exitosas.
A
bordo, cuando navegamos a última hora de la tarde del 23 de junio de 1971,
desde Playa Grande Marina, estaba mi compañero de trabajo en General
Electric, Siro Cugini, su hijo Cary y mis hijos Billy y Jimmy. Levantamos
velas, redondeamos el rompeolas del puerto deportivo y colocamos la proa lo
más cerca posible al viento cual soplaba 17 nudos desde el este.
Con cinco timoneros confiables a bordo, los turnos al timón eran
fáciles, pero húmedos.
El amanecer nos encontró frente a Farallón Centinela, una roca alta y
redonda que sobresale directamente del agua y se encuentra a unoas 25
kilómetros de la costa norte de Venezuela. Cuando estuvimos a su lado, los
tres muchachos tenían sus gafas y aletas puestas, pistolas de lanza en la
mano y se lanzaron al mar. Con las velas bajadas, seguí a los cazadores
mientras rodeaban la roca. Siro estaba en la proa, vigilando las cosas. Cary
pezco un pompano de tamaño mediano y rápidamente lo arrojó a bordo como le
habían enseñado a hacer. Los tiburones recogen vibraciones del pez moribundo
y se lanzan para una comida fácil, a menos que el cazador esté en el camino.
El resto de los peces seguramente corrieron hacia las profundidades después
de ese primer disparo, ya que ningún otro pez llegó a bordo. Sacamos a los
jovenes del agua, subí las velas y establecí un rumbo hacia el extremo
noreste de Isla Tortuga. Una gran olla de pasta y pompano rápidamente envió
a la tripulación a un desmallo nocturno. Vientos considerablemente más
tranquilos dió para una velada fácil iluminada por las estrellas.
Poco después de las 8 a.m., el carrete zumbó y en poco tiempo Billy peleo
con un pequeño dorado, lo subió a bordo sin la mordaza, lo clavó con el
cuchillo de filetear y sacó hábilmente ambos filetes mientras Siro preparó
una cama de cebollas fritas. La tripulación no perdió tiempo en pulir las
captura de la mañana. Siro luego pasó un plato lleno de tocino y huevos que
también desapareció en un tiempo récord. Al caer la tarde anclamos en el
noreste de la Isla Tortuga. Los muchachos no perdieron tiempo pezcando la
cena, dos pargos de buen tamaño.
El 25 de mayo nos encontró moviendo hacia el sur contra un castigoso viento
del este con solo una idea general de nuestro paradero. Sin estrellas y un
par de luces de la costa confusas, la brújula siguió siendo nuestra única
herramienta de navegación. Sabíamos que nos dirigíamos hacia la península de
Araya, pero quería estar seguro de que extrañaríamos los bancos de arena de
Araya en su esquina noroeste. Siro saludó a un pescador que señaló la boya
que marcaba el banco. Fuera de los Morros de la Peña, tuvimos que soltar el
yanqui y avanzar bajo foque mientras nos abrimos paso hacia vientos cada vez
más intensos. Varias vueltas adicionales en el enrollador de la pluma de la
vela mayor ayudaron a aliviar la tension y Siboney
abrió camino contra un viento estable, escandaloso y húmedo de 25 nudos
desde el este.
Cuando soltamos el ancla en Porlamar en medio de un monton de barcos de
pesca, la tripulación hubiera besado la orilla si hubieran tenido la energía
para remar tan lejos. Siro arregló la omisión de una "honda Siboney" y
rellenó a la tripu con espagueti "a-la-mamá-Cugini", una receta secreta de
salsa preparada personalmente y enlatada por la madre italiana de Siro. Los
tres muchachos desaparecieron en sus literas mientras Siro y yo planeábamos
nuestro próximo movimiento.
En la mañana del 26 de junio, con la ayuda de un pescador local que abrió el
camino, nos dirigimos a la entrada sin marcar del puerto comercial donde
cargamos 120 litros de diesel, hielo, 6 piñas y dos nuevos miembros de la
tripulación, Dick Lloyd, otro amigo de GE, y Al Sparzani, mi vecino de al
lado en Caracas. Una navegación a Isla Blanca produjo tres pargos y dos
colitas amarillas. Se convirtieron en la pieza central de la cena esa noche
en Porlamar. Se unió a nosotros para la fiesta gourmet del chef Siro el
señor Dennis Bourne, conocido pintor y marinero quien estaba anclado cerca.
Después de una tarde tranquila, Al Sparzani se dirigió a la orilla y a casa,
los chicos levantaron el ancla y las velas y puse a Siboney en un curso
hacia la cadena de islas de Los Testigos. Un viento sureste, estable a 15
nudos, un cielo lleno de estrellas más una buena ración de ron, convirtió
esta pata del viaje en, como la tripulación lo llamó acertadamente, un
"Crucero de Hollywood". Nuestro destino consistía en una pequeña cadena de
islas a 160 km al este. Los turnos relativamente tranquilos y secos de dos
horas proporcionaron a toda la tripulación un buen descanso nocturno. Todos
estábamos en cubierta cuando la primera luz del nuevo día comenzó a
oscurecer las estrellas más débiles del cielo oriental. El enigma de "dónde
estamos" se resolvió afortunadamente cuando Billy, al timón, vio la colina
alta en Testigo Grande. Un ligero cambio de rumbo y la pegamos.
Cary se levantó de un salto, agarró la caña de pescar, dejó caer el señuelo
de plumas en el agua y silenciosamente soltó unos 30 metros de línea. Dick
Lloyd y yo descansamos contra la cabina, mientras Bill Jr. manejaba el
timón. Menos de una hora después, cuando los primeros rayos del sol
golpearon a Siboney, fue como si hubiera sonado una campana de señal. Cary
saltó ante el fuerte zumbido de la línea de pesca mientras volaba. Agarró la
pértiga, apretó el arrastre solo un pelo cuando Jim recogió la mordaza de su
lugar de almacenamiento debajo del bote y cuidadosamente se dirigió hacia la
popa. "Oye, es un dorado, mahi-mahi", grita Cary. Me dejé caer y salí con
una bolsa de limas, un tazón grande, la tabla de cortar y un cuchillo para
filetear. Con el dorado todavía a 20 metros de la popa, me exprimieron una
tasa de jugo de lima.
Cary peleó con el pez como un profesional, lento y seguro, permitiéndo que
el pez se cansara antes de llevarlo al costado. Jim estaba de pie, con la
boca abierta. El pez saltó dos veces.. Lentamente, se fue acercando hasta
que Jim agarró al doble líder, que tiró suavemente hasta que el pez estuvo
contra el casco. Con un golpe limpio, Jim enganchó el pez a través de las
branquias, lo dejó caer sobre la cubierta, lo mantuvo firme con el pie, se
agachó, agarró el mango del cabrestante y le dio dos golpes rápidos en la
cabeza. El dorado perdió instantáneamente su brillante color dorado, se
estremeció ligeramente y murió. Jim tomó el cuchillo de filete de mi mano,
se arrodilló para quitar el filete superior en segundos. Lo lavó con agua
salada y comenzó a cortarlo en rodajas pequeñas. Segundos después, metió
pedazos del tamaño de un bocado en el jugo de lima mientras agitaba el
tazón.
En cuestión de minutos, Jim colocó el otro filete y los dos sacos de huevos
en la tabla de cortar, arrojó la carcasa por el costado y luego lavó la
cubierta de sangre y tripas.
No habían pasado más de quince minutos desde que el dorado se había
enganchado cuando Billy, al timón, se preguntó: "Oye papá, ¿puedo probar una
pedazo?". Dije "Seguro".
Yo mismo mordí.
Estaba buenísimo.
La tripulación cavó y luchó por los restos.
Se arrojó el segundo filete. Todos saltaron al frenesí de
alimentación.
Minutos después el dorado era historia.
Dick Lloyd, quien había presenciado toda la operación con asombro, de
repente gritó: "¡Konchole, peor que un montón de caníbales!"
Junto con mi intrépido equipo, navegamos tan a menudo como mi trabajo y el
horario escolar de mis hijos permitían a las islas preciosas frente a la
costa de Venezuela. Siboney, atracado en el puerto deportivo de Playa
Grande, que se encuentra a unos 20 kilómetros al oeste de La Guaira, podría
fácilmente navegar durante una noche a Los Roques o a Aves de Barlovento con
el viento cual soplaba predominante del este. Mi velero diseñado por Robert
Clark de 13 metros podría cruzar con sus 2 foques pequeños y una mayor
rizada cuando soplaba más de 40 kph, como era el caso en las mayoría de los
viajes efectuados. Acostumbramos partir antes de la caida del sol para
llegar a Los Roques o a Las Aves de Barlovento de madrugada para gozar el
tiempo completo.
Aves de Barlovento había sido nuestra selección primaria durante el año
pasado. Un atolón totalmente abandonado a unos 90 kms al este de Bonaire,
proporcionó acción tanto para mis hijos pequeños como para Neill Martin, el
"Cazador Blanco", como se llamaba porque le encantaba la pesca a
profundidad. En su barquito inflable "Hunter" impulsado por un motor de 15
caballos, buscamos restos de naufragios remolcando a tres de los tripulantes
que exploraban el borde del arrecife. El 13 de octubre de 1972 hicimos
nuestro primer hallazgo importante. Un enorme cañon se destacaba sobre un
fondo de arena blanca en 60 metros de agua. Mientras dimos vueltas, el
cazador se puso un tanque de aire y se lanzó hacia el fondo. Cuando el
cazador parecía tener menos de la mitad del tamaño del canon, me di cuenta
de que su rescate era mucho más allá de lo que podíamos intentar. Una vez
que recuperamos a Neill, continuamos nuestro camino.
Remolcando la lancha con Neill y mis dos hijos en el agua aguantado de unas
sogas, justo cuando llegamos al borde noreste del arrecife, uno de los
muchachos vio una gran cadena y soltó la cuerda de remolque y grito. Los
muchachos y Neill siguieron la pesada cadena. Yo le di la vuelta a la punta
de la isla y volví para anclar lo más cerca possible y me tire al agua.
La cadena pesada de 3 centímetros corría alrededor y a través de
interminables cabezas de coral en no más de 3 metros de agua. En algunos
lugares, algunas cabezas de coral dejaban
menos de medio metro de agua. En eso mi hijo Bill, Jr., quien había nadado
hacia adelante, gritó: "¡Mira, un cañon!" Sin tocar durante tres siglos,
este cañon de 30 y pico centímetros de ancho yacía medio enterrado en las
rocas de lastre de los barcos. El cazador nadó hacia su lanchita y lo
remolcó para atarlo a una cabeza de coral y luego saltó con su cámara
acuática y media docena de bombillas. Toda la tripulación rodeó nuestro
hallazgo apuntando a nuevas cosas. El cazador tomó una foto de la escena
intacta durante tres siglos.
Además del canon y las rocas de lastre, había una docena de placas de
cadena, el cabrestante de los barcos, parte del mástil y tablones con
grandes púas de cobre. Marcamos el sitio en un mapa hecha a mano,
recuperamos varias docenas de espigas de cobre de 15 centímetros y
arrancamos de regreso a tierra para planificar nuestro próxima movida.
Invitamos a otros dos marineros amigos en el Club a unirse a nosotros con
sus barcos, para ayudar a salvar el cañon y llevarlo de vuelta a la costa.
Niko Manini tenía "Maryann", un yate a motor de 13 metros y Eloy Montenegro
era dueño de un pescador deportivo Hatteras de 15 metros, Anfitrite.
Me puse en contacto con un amigo de la sociedad histórica venezolana quien
me ayudó a rastrear este naufragio a uno de los siete barcos hundidos en
1673 en Aves de Barlovento. Este barco, Le Belliqueux, era uno de una
flotilla de aproximadamente 40 barcos que zarparon de Cayena, en la Guyana
Francesa, para liberar a Curazao de los holandeses. La noche había sido
desagradable. Chubascos con fuertes lluvias, rayos y truenos eran
frecuentes. Dos pequeñas naves a la cabeza lideraron el camino. Señalarían
peligro disparando sus cáñones. Un cañonazo indicaría "todo bien, siguenme".
Dos cañonazos indicaría “Peligro..cambiar rumbo”. En la oscura noche negra,
el barco principal pasaba por en frente de Aves de Barlovento. Las islas
indicaban peligro y dispararon dos cañonazos rápidamente. Una lluvia
cegadora oscureció el primer disparo. La flota cambió rumbo y se dirigió al
arrecife. Es por esto que Curazao todavía sigue bajo control holandés.
El 17 de abril de 1973, Siboney zarpó con Anfitrite y Maryann. Nosotros, los
más lentos, navegamos durante la tarde con una brisa de 15 nudos del este.
Los otros salieron más cerca de la medianoche. La vela mayor y un foque
grande nos llevaron fácilmente a cerca de seis nudos. Las herramientas de
navegación consistían en una brújula y una radio AM. Calculé una corriente
de medio nudo, establecí un curso de 350 grados y dejé que el equipo de
dirección automática hiciera el resto. Todo lo que la tripulación de guardia
tenía que hacer era hacer pequeños ajustes en el rumbo, recortar las velas y
vijilar la Estrella del Norte.
Estaba en cubierta mientras que Siboney caminaba suavemente sobre un mar de
un metro y pico. Al amanecer, busqué en el horizonte del norte
el atolón bajo, su punto más alto no más de 10 metros. Cuando tierra
no se mostró a las nueve de la mañana, le pedí a mi hijo que se suba por el
mastil al separador inferior con órdenes de mirar en todas las direcciones.
No vió nada de tierra. Disminuí la velocidad del bote, revisé la bitacora
para reconstruir nuestro viaje y volví a enviar a un niño al mástil. Al
mediodía sabía que estábamos perdidos. Entré en la radio VHF y llamé a
Anfitrite y Maryann. Anfitrite regresó enseguida. Francamente confesé mi
situación y pedí un arreglo de radio con su buscador de dirección de radio.
Veinte minutos después descubrimos la triste verdad. Habíamos pasado Las
Aves antes del amanecer y ahora estábamos a 30 millas al norte. Nos tomó
hasta la última luz para llegar a la laguna y anclar junto a nuestros dos
compañeros que nos esperaban angustiados. Mi plan original se centraba en
ayudar a Siboney atravesar el arrecife directamente al cañon para luego
levantarlo. Lo llevaríamos de regreso a la playa donde todas las
tripulaciones empujarían el canon, que estimamos en 700 kilos, por un
incline hacia la cubierta de Anfitrite. Habían traído toda la madera
necesaria, pero entre nosotros nunca pudimos resolver un problema crítico.
¿Cómo llevar el cañon a la cubierta del pescador deportivo? ¡Todos
imaginamos el cañon volando por el casco y de regreso al fondo del océano!
Dormiremos en ello y buscaremos una solución mañana.
Temprano el día siguiente, las tres tripulaciones se mudaron al sitio del
naufragio.
Con un hombre encima de cada una de las cabezas de coral junto a los
restos del naufragio, Siboney poco a poco se movió hasta que se encontraba
sobre el cañon.
El Cazador aseguró líneas alrededor de las orejas giratorias
centrales, otra desde el extremo del hocico y otra desde la perilla de la
brecha del cañon.
Con los tornos de génova, levantamos lentamente el canon del fondo.
Cuando estaba lo suficientemente alto como para despejar el arrecife,
Siboney siguió nuevamente a aguas más profundas y fondeamos en
el anclaje de anoche.
Era obvio que si el canon iba ir a tierra firme, tenía que viajar debajo de
Siboney. Los marinos combinaron sus habilidades para atar nudos la mayor
parte del sábado por la noche.
La madrugada del domingo el canon quedó asegurado bajo Siboney, el
hocico apuntando hacia la proa. Los cuatro cabos se duplicaron.
Con una importante reunión de negocios programada para el lunes por
la mañana, subimos vela y arrancamos hacia tierra firme.
Cuando la brisa comenzó a desaparecer alrededor de la medianoche, pusimos en
marcha a Berta, nuestra fiel Perkins 4107. Nos empujó a lo largo de los
mares planos a unos 5 nudos.
Con todo bajo control y a tiempo, me metí en una litera.
Billy bajó dos veces durante la noche para anunciar que pensaba que
el motor necesitaba aceite.
Cada vez yo aceptaba y el agregaba un litro.
Al amanecer, vi el contorno de la cordillera costera, a unos 70
kilómetros al sur.
Si nos apuramos, podríamos llegar a la oficina a tiempo.
De repente, el motor aceleró y comenzó a girar fuera de control. Tiré de la
palanca de parada pero no tuvo efecto. El ruido ensordecedora y la columna
de humo que salía del escape subió a las nubes. La tripulación salió
corriendo de la cabina, y temiendo que el motor explote en cualquier
momento, nos escondimos todos en la proa.
La tripulación se acurrucó en frente del mastil con la esperanza que desvie
cualquier pieza voladora.
El cazador, con un cuchillo afilado en la mano, me preguntó si debía
cortar el canon.
Ordené que espere.
La bulla continuó sin cesar.
El humo se elevaba a 100 metros en el aire.
Parecieron horas, pero el motor funcionó con su exceso de aceite
lubricante no más de 10 minutos.
Y tan repentinamente como el motor arrancó, se detuvo.
Toda la tripulación se desplomó en cubierta, aturdida.
Ordené la hora feliz mientras retrocedimos e intentamos de resolver
esta nueva dimensión.
Pasó una hora. Nadie se agitó. La tripulación permaneció en total silencio,
totalmente sacudida. Sin viento y sin signos de viento, sin olas y lo peor
de todo, sin motor ni ningún deseo por parte de nadie para lidiar con eso
nos mantuvo a todos atónitos. El maldito motor podría habernos matado. Dos
horas más tarde, llegó un viento constante de 8 nudos. Levantamos las velas.
Pero cuando Siboney comenzó a acelerar, nos dirigiamos hacia el norte,
alejandonos de la costa, de regreso a Las Aves. ¡Maldita sea! Les ordené a
los dos muchachos que se pusieran sus aletas y empujaran la popa. Patearon
tan fuerte como pudieron, pero todavía no pudieron hacerlo. El cazador
saltó. Los tres se tensaron hasta que logramos empujar la proa hacia el sur.
A un nudo, no volveríamos hasta el martes.
Pasó otra hora desesperada.
El cañon colgante reducía nuestra velocidad a casi nada.
Ya era mediodía.
Estaremos aquí para siempre.
En ese momento, Billy grita: "¡Anfitrite se dirige hacia aquí!" Como
una bendición de la nada, el Hatteras de 15 metros se dirigía hacia nosotros
y pegado a nuestro costado nos arrojaron dos cabos gruesos que primero
aseguramos a los tacos de la proa luego al mástil.
Llegamos a la costa al anochecer, dejamos caer el canon cerca del
elevador de carga y nos dirigimos a casa, misión cumplida.
Con la cooperación de la grua de la Marina subimos el canon colocandolo
sobre unas piedras. Aqui estoy con mis tres hijos. Los dos mayores, Bill y
Jim nos acompañon. Joe todavia no tenia la edad para locuras como esta.
El canon descansa hasta el día de hoy sobre su cuna de madera en el puerto
deportivo de Playa Grande, con su hocico dirigido hacia el Caribe.
LA CAPITAL DE MEROS
Neil Martin conocido como el "Cazador
Blanco", un maestro de buceo se unió a nosotros en muchas de estas veladas y
les enseñó a mis dos hijos mayores a bucear de manera segura a una
profundidad de 35 metros. Formó parte de la tripulación el 20 de julio de
1972, cuando con mis hijos Bill, Jr. y Jim navegamos al anochecer hacia Aves
de Barlovento, 200 kilómetros al noroeste de La Guaira. A las diez de la
mañana, Siboney yacía anclado en una de sus lagunas, la tripulación en
tierra caminando por la playa. Justo después del mediodía, con el sol
brillante y sobre nuestras cabezas, salimos con el "Cazador" acostado sobre
una tabla de surf remolcado de popa, con su máscara facial y su snorkel en
el agua. Lentamente giramos dentro de la laguna, el timónel siguiendo de
cerca las instrucciones de "Hunter".
Con
un grito de Hunter, Billy soltó el cabo de remolque del tablero. El cazador
remaba, se detenía, miraba las profundidades y dio la orden de anclar. El
ancla tomó 30 metros de cadena y soga hasta que tocó el fondo. El cazador se
arrastró a bordo y anunció que había visto un montón de peces en el fondo.
Él y Billy se pusieron sus tanques de aire, cinturones de pesas y se
dirigieron hacia abajo.
Cuando salté al agua y miré hacia abajo, los buzos aparecieron como
miniaturas, y los peces que buscaban parecían pececillos. Habíamos bajado un
cabo hasta el fondo con un dispositivo que parecía una aguja grande. Para
disminuir el peligro de los depredadores, pasarían la aguja a través de las
branquias de cada pez, tirarían de la cuerda y nosotros arrastraríamos a los
peces a la superficie.
Con el primer tirón, levantamos dos meros de 10 kilos. Luego dos más. Pasó
media hora, aproximadamente el límite de su aire, sin más peces. Una masa de
burbujas indicaba que ambos buzos se acercaban lentamente a la superficie.
El cazador salió a la superficie, miró hacia arriba, se encogió de hombros,
una sonrisa siniestra brillando a través de su mascarilla, y me entregó su
lanza. Lo agarré y tiré. Apenas se movió. Tiré más fuerte, la lanza con 5
metros de línea colgando profundo y pesada. Tiré hasta que salieron a la
superficie cuatro meros de 12 kilos. Había disparado a cada uno, empujó su
lanza a través del pez, cargó su arma, disparó y disparó a otro mero hasta
que tuvo cuatro de estos grandes animales en su línea. ¡Increíble! Pero es
por eso que obtuvo su nombre.
No hace falta decir que llevamos una dieta de mero durante semanas.
COMO ENTRETENER A LA GENTE ALMORZANDO
A Siboney le encantaba la buena brisa. Con su variedad de velas, había una
combinación para todas las condiciones de viento. En la costa norte de
Venezuela, el viento tradicional comienza a soplar del noreste a última hora
de la mañana, alcanza un máximo de 20 nudos a las 3 p.m., yluego comienza a
menguar hasta que cae completamente por la noche, para ser reemplazado por
un brisa de tierra.
Con mi esposa Elsie y tres hijos nos montamos abordo Siboney con los
muchachos ocupandose de levantar la vela mayor y el foque mientras que yo
manejaba el velero para salir del rompeolas del puerto. Las olas eran de
aproximadamente de un metro, el viento de 15 nudos. Para facilitar la
jornada, siempre me dirigía hacia el norte una hora y luego volvía a entrar.
Sin estrés, sin tension, almorzamos los bocadillos que trajo Elsie,
A las 4 p.m. tuvimos suficiente y volvimos hacia tierra.
El comedor del club en el extremo del rompeolas estaba llenisimo de gente.
Como un empresario en el fondo, traje a Siboney con todas las velas llenas y
apretadas caminando a toda velocidad. Mi intento era pasarlos a toda vela y
despues bajar las velas dentro del rompeolas. Desde la orilla, todos los
ojos estaban puestos en Siboney. Apreté las velas con fuerza cuando nos
acercamos al rompeolas exterior, a solo 60 metros del área del comedor,
cuando se rompió un estante, el mástil se partió en dos. Las velas fueron
volando al agua.
Dudo que esas personas jamas sean testigos de un espectáculo más
espectacular.
ADD PIC
POLIZON
Atracado en Playa Grande Marina, al oeste de La Guaira, el puerto que sirve
a Caracas, Venezuela, mi velero
Siboney tenía todo el Caribe a su alcance. Con mi tripulación integrada de
nis hijos Bill Jr. 16, Jim 15 y Joe 7, llegamos a principios de la década de
1970 a casi todas las islas de las costas de Venezuela. Junto con mi amigo,
Siro Cugini, quien navegó a bordo de su velero Polaris de 12 metros con sus
dos hijos como tripulación, nos embarcamos el 28 de junio de 1973 en un
viaje de descubrimiento de un mes de duración a la Isla de Margarita y
puntos más allá. Con nosotros, como director de todas las actividades de
pesca, estuvo Neil Martin mejor conocido a bordo como el "Cazador Blanco", o
el "Cazador" para abreviar.
La madrugada del 30 de junio nos recibió, mientras estabamos fondeado frente
a Puerto Francés, Venezuela, con un espectáculo único en la vida: un eclipse
casi total del sol naciente. De color rojo brillante en el horizonte
oriental, la luna cubría ¾ de la parte inferior que dejaba una luna
creciente con forma de luna nueva en la parte superior. Aproximadamente una
hora después, el sol había escalado más allá de la luna para brillar más que
nunca, permitiéndonos ubicarnos, serpentear y anclar en la cima del Bajo
Sabana. Con el cazador a la cabeza, los cinco muchachos se lanzaron
directamente, con pistolas de lanza en la mano. En media hora puse 15 colas
de langosta a hervir.
Después de muchas largas tachuelas, el 4 de julio nos encontró anclados en
una pequeña cala en la esquina noreste de Cubagua. Famoso, aunque casi
totalmente olvidado, alberga los restos de la primera ciudad de las
Américas, años más antigua que el conocido titular, San Agustín, Florida.
Cristóbal Colón se detuvo en la bahía donde ahora anclamos el 15 de agosto
de 1498, en su tercer viaje de descubrimiento. Un pozo artesiano que fluía
entonces con agua limpia y fresca y un aparente suministro ilimitado de
perlas atrajo a los tesoreros que establecieron el campamento en la esquina
sureste de la isla. El pequeño enclave creció hasta que en el año 1520 se
fundó oficialmente el pueblo de Nueva Cádiz. Casas sustanciales se
levantaron reforzadas por paredes de ladrillo de barro de un metro de
espesor. La ciudad floreció hasta que terremotos desastrosos en 1530 y 1545
devastaron el área. La tierra se hundió unos 5 metros, lo que dejó, aún
visible hoy, los 2 metros superiores de las paredes de los edificios. Los
mares, limpios de ostras con perlas aproximadamente al mismo tiempo, pronto
causo que la primera ciudad de las Américas fuera abandonada y olvidada
hasta el día de hoy.
Una corta navegación a Porlamar en la isla de Margarita, luego una noche en
Juan Griego, un pequeño puerto pesquero en su costa norte, nos acercó cada
vez más a las islas de Venezuela. Junto con la tripulación de Polaris,
anclamos en el muelle principal a última hora de la tarde del 6 de julio.
Los niños se pusieron a trabajar para cargar combustible y agua mientras
Siro y yo compramos comestibles para la tripulación siempre hambrienta. Una
ducha en el muelle proporcionó agua de ducha para la tripulación que,
después de arreglarse, como los marineros suelen hacer, golpearon la ciudad.
Los muchachos se habían hecho amigos de un par de chicas lindas y, mientras
conversaban bajo un árbol de sombra, los patrones encontraron el bar local
del Club Náutico donde unconjunto musical nos mantuvo entretenidos hasta la
medianoche cuando regresamos a nuestros botes, la tripulación de Polaris
golpeó sus literas. y Siboney se hizo a la mar.
Apuntamos la proa hacia la isla Blanquilla, a 60 kms al norte. A 5 nudos,
nos acercamos a tierra un poco después del amanecer. Los chicos se
derrumbaron abajo mientras yo balanceaba las velas, até el timón y conseguí
que Siboney casi navegara solo. Con una brisa de 15 nudos, mares de un
metro, una luna brillante y una barriga llena de buena comida y ron, yo
podría navegar para siempre.
Hasta que llegó el desastre, por así decirlo. Un par de horas antes del
amanecer, una forma oscura salió de la cabina y se dirigió hacia la borda
para arrojar su cena por el costado. Un polizón! "¿Qué demonios es esto?",
Le pregunté a Billy, que siguió a la joven por la escalera. “Bueno papá,
esta chica quería que la llevaran a Caracas para visitar a su familia allí.
No tenía dinero para viajar, así que le dije que estaríamos encantados de
llevarla ”, fue su respuesta simplista. Dios mío, ¿cómo le explicaríamos
esto a su madre?
Sacudido y con la necesidad de dormir, le di el timón a Billy y su amiga,
salté a mi litera, debatí que hacer con estos nuevos eventos, hasta que me
desmayé minutos después. El amanecer nos encontró en la cadena de islas Los
Hermanos, un conjunto de pináculos rocosos que sobresalen del océano. Una
vez que anclamos en la Isla Fondeador, toda la tripulación más nuestro
polizón se metieron en una pequeña cueva. De vuelta a bordo, encontré todos
los tripulantes except a Billy y nuestro polizón. El bote no se veía por
ninguna parte. ¡Ahora que!
Preocupados por las fuertes corrientes, la brisa constante y los tiburones
poco frecuentes, levantamos el ancla y comenzamos a rodear la pequeña pero
alta isla. Bill y la niña habían regresado al bote, saltaron a la intención
de rodear la isla, pero la corriente y la brisa los habían llevado lejos a
sotavento. A su agitado gesto de ayuda, les dije adiós y zarpé. Los
recogimos después de hacerlos sudar.
Anclados en Playa Felucho, en la isla de Blanquilla, nos encontramos con los
únicos dos residentes permanentes, Mario Pedro y un enano, y juntos
caminamos hasta la cima de una pequeña colina donde vimos a Polaris en el
horizonte acercandose. Con ambas tripulaciones a bordo para un almuerzo
abundante de langosta y pargo, tiré sobre la mesa mi situación número uno,
qué hacer con nuestro polizón. Conclusión: tuvimos que devolverla a Juan
Griego. Hunter estaba fuera, se quedaría con Polaris. Todo estaba listo.
Navegamos al anochecer, la dejamos al amanecer y navegamos de regreso.
Mientras tanto, el cazador y los muchachos emprendieron una expedición de
pesca submarina.
De regreso a última hora de la tarde con tres pargos y cuatro langostas
grandes, me dieron una gran noticia. Habían encontrado un bote de pesca al
otro lado de la isla que regresaba a Margarita a las 11 p.m. y con gusto se
llevaría a la joven con ellos. Tomó segundos levantar el ancla y alcanzar al
capitán quien invitamos a bordo para la hora feliz. Toda la tripulación de
12 hombres lo siguió. Mis temores se disiparon rápidamente, ya que todos
parecían ser marineros serios. Dos conocían a los padres de la niña. Billy
le dio a la chica veinte bolívares y yo le dijo adiós a nuestro episodio de
Polizon.